Copas europeas
Steaua de Bucarest: El campeón que no tenía que ser
Seguramente Marcos Alonso no imaginaba estar parado ahí, a 12 pasos de un ignoto Helmut Duckadam, con la obligación de meter el cuarto penal de la tanda para que el Barcelona siga con vida en la final de la Copa de Campeones de Europa de 1986.
Ese arquero de grandes bigotes rubios y vestido de verde, había atajado increíblemente los primeros tres penales de la definición simplemente arrojándose ciegamente a su derecha, y a ésta altura Alonso estaba desconcertado. No sabía si patear tozudamente a la derecha de Duckadam como lo habían hecho sus compañeros intuyendo que el arquero cambiaría en el último penal, o cambiarle el palo pensando que su contrincante no modificaría la fórmula que lo había llevado al éxito hasta ese momento.
Alonso eligió esto último pero su tiro salió débil, como si su pierna derecha cargara con todo el peso del estadio Sánchez Pizjuán repleto. Duckadam le adivinó la intención y así nació la leyenda del “Héroe de Sevilla”, que le dio la copa por primera y, seguramente por cómo se desarrolló el mundo hasta ahora, única vez al Steaua de Bucarest.
Nunca antes el Barcelona había tenido la copa tan cerca en todos los sentidos de la semántica. Porque aquella final se jugó en el estadio sevillano colmado de culés, ya que el muro de Berlín seguía en pie por esos años y viajar para los ciudadanos de detrás de la cortina de hierro era una quimera. Solo unos pocos privilegiados rumanos pudieron ver en vivo el momento más sublime de la historia del Estrella (así su traducción) de Bucarest.
En 1986 el mundo era muy distinto al de hoy, y el fútbol también. Era un fútbol pre ley Bosman y no existía esa especie de G20 de clubes, comandado por los grandes de España, Italia, Alemania e Inglaterra, que hacía y deshacía a beneficio y conveniencia como en nuestros días, o sí, pero menos. Sólo el hecho de no poder contratar extranjeros a mansalva ni encontrar el ribete por dónde hacer flaquear a la ley con pasaportes comunitarios de dudosa procedencia hacía que todo fuese más parejo.
La Copa de Campeones en esos años era realmente eso. La copa de campeones donde sólo el club consagrado en cada país tenía el derecho de participar. En 1986, el certamen fue disputado por equipos que ningún joven elegiría hoy para jugar en la Play Station, aunque pocos saben que por ejemplo el Goteborg sueco hizo historia por esos tiempos con un grupo de jugadores semi profesionales que trabajaban como cualquier hijo de vecino y que además jugaban muy bien a la pelota hasta llegar a ganar en 1987 la vieja copa de la UEFA.
También el Aberdeen escocés, cuyo técnico era nada menos que Alex Ferguson, justo antes de atornillarse durante casi tres décadas al banco del Manchester United. Ese Aberdeen ejerció en contra de toda lógica cierta hegemonía en el fútbol escocés ganando títulos y copas nacionales y una inolvidable Recopa de Europa a manos del mismísimo Real Madrid.
Sólo Italia contaba ese año con dos representantes, el Hellas Verona y la Juventus, que había sido el campeón el año anterior en una final más recordada por la tragedia de Heysel (Bruselas, Bélgica) en la cual 39 hinchas, mayoría italianos, murieron debido a un ataque y posterior avalancha producido por hinchas del Liverpool, que por el partido en sí. Por el mismo motivo, ningún equipo inglés pudo participar de la competición debido al castigo impuesto a los clubes de ese país, y el Everton lo tuvo que ver por televisión.
Hasta ese momento, no había escuadra de la vieja Europa socialista que haya podido destacarse en las copas internacionales. En esos países, después de la Segunda Guerra Mundial, los clubes habían pasado a ser comandados por distintos actores del estado. Ministerios, sindicatos, fuerzas de seguridad, etc. Y Rumania no era la excepción.
El Steaua de Bucarest se había clasificado gracias a ser campeón de la liga rumana después de cinco años y, quizás protegido por el misterioso silencio de venir de un país donde las noticias llegaban demasiado tamizadas, empezó a amalgamar a una generación de jugadores que haría historia primero en el club y después en la selección. A esa copa de 1986 el equipo llegó en pleno proceso de crecimiento, tenía dos delanteros que se conocían de memoria como Marius Lacatus y Victor Piturca, perfectamente apuntalados por volantes de enorme categoría como Laszlo Boloni, Gavril Balint o Lucian Balan, y sostenidos por grandes defensores, el más conocido, Miograd Belodedici.
A ese grupo de jugadores se lo bautizó como “los rápidos”. Jugaban lindo y también eran efectivos. Cuando encaraban hacia el arco rival y se acercaban al área eran letales ya que delanteros y volantes invadían el territorio como una horda de gitanos yendo a una fiesta. Lo hacían preferentemente a un toque, pues su técnico Emerich Jenei tenía esa premisa y así lo entrenaba: “Practicábamos fútbol a un toque, solo cuando los chicos perdían concentración debido a la exigencia les permitía hacer dos”.
Así, el Steaua fue sorteando rivales con cierta facilidad. Primero fue el Vejle danés, al que despachó con un 5-2 en el global. En octavos de final hizo lo propio con el Honvéd de la capital húngara, y en cuartos tuvo que transpirar más con el Kuusysi de Finlandia.
Mientras tanto, por el otro lado de la llave, su futuro rival, el Barcelona de Terry Venables, la pasaba mal y cada etapa era un suplicio. En la primera ronda pasó gracias al gol de visitante luego de perder en el Camp Nou con el Sparta Praga por 1-0. De la misma manera pasó la serie de octavos contra el Porto perdiendo 3-1 de local. Los planetas parecían alinearse para el conjunto catalán en cuartos, ya que superaron al último campeón, Juventus.
En semifinales se emparejaron el Steaua con el Anderlecht de Bélgica y el Barcelona con el Goteborg sueco, pero la inercia de ambos equipos continuó como hasta ese momento. Los rumanos seguían superando rivales con facilidad y se deshicieron de los belgas con una goleada en Bucarest, en tanto el Barcelona, que había perdido 3-0 en Suecia, logró consumar el milagro en su estadio aunque para eso tuvo que apelar a la definición por penales.
Quizás por la pobre talla de los que habían sido sus rivales hasta la final, o por el poco peso específico del nombre Steaua, o porque venían de un país con escasa tradición en el deporte, los rumanos fueron subestimados de plano por la prensa de la Europa occidental que hacía ver como un trámite para los de Venable el partido definitorio, y por fin la copa más deseada por el barcelonismo estaría en sus vitrinas. No se podía escapar definiendo en Sevilla, una especie de localía tácita.
Pero el Steaua era un grupo de hombres duros además de ser un gran equipo, y no se intimidaron ni ante la grandeza del estadio, ni ante las figuras del rival, y se revelaron a una historia que para muchos ya estaba sentenciada. En esa final, el Barcelona sencillamente jugó a nada. Una formación apática que apenas pisó el área contraria de manera muy tímida. Del otro lado, un elenco que, presumiendo equivocadamente que el conjunto catalán se vendría como una tromba por nombres, historia y la urgencia de ganar su primera Copa de Campeones, se aferró al 0-0 en los noventa minutos y también en los 30 de prórroga.
La definición desde el punto del penal era el último escollo para que el Steaua consumara la obra cumbre de la historia del fútbol rumano, y en ellos los flashes fueron todos para su arquero. Terminó la tanda con un exótico 2-0 y la copa voló a Bucarest, pero ese equipo estaba en pleno proceso de crecimiento.
A partir de esa consecución, logró encadenar un invicto de 106 partidos que quedó registrado en la historia del fútbol mundial como el mayor de todos los tiempos hasta que un ignoto equipo de Costa de Marfil logró quebrarlo. Desde junio de 1986, hasta septiembre de 1989, no perdió encuentro alguno en el ámbito local consiguiendo cuatro campeonatos de liga y cuatro copas nacionales de forma consecutiva. Levantó también la Supercopa de Europa ganándole al Dinamo de Kiev y su única derrota fue en la final de la Copa Intercontinental con River Plate.
En la temporada de 1987, ya con Gheorge Hagi en sus filas, el Steaua llegó a la semifinal del máximo torneo europeo de clubes y perdió con el Benfica en esa instancia, y un año más tarde volvió a jugar la gran final frente a uno de los mejores equipos de todos los tiempos, el Milan de Arrigo Sacchi, Franco Baresi, Paolo Maldini, Ruud Gullit, Frank Rijkaard y Marco Van Basten, cayendo con un inapelable 4-0.
La caída del bloque socialista y la apertura económica que trajo aparejada el final del comunismo para Europa acarreó consigo que muchas de las figuras de ese equipo emigraran a otras ligas más competitivas y rentables, pero esos jugadores siguieron haciendo historia en la selección rumana.
Hace unos días, el Steaua jugó y perdió estrepitosamente en Bucarest contra el Sporting de Lisboa la posibilidad de entrar a la fase de grupos de la Champions League 2017-2018. Muy diferente a lo de épocas pasadas, los jugadores entraron al campo de juego con un escudo que no es el original y un nombre con algunos retoques al de aquel comandado por Jenei. Una versión edulcorada no solo por los tiempos que le tocan vivir al fútbol, sino también porque un conflicto con el Ministerio de Defensa rumano hizo que George Becali, actual propietario del club, tuviera que cambiar el viejo nombre por FCSB (Futbol Club Steaua Bucarest) el año pasado.
La Champions League se volvió un show televisivo de alcance global pero también una competición previsible, donde no hay lugar para sorpresas. Los clubes de élite parecen tener la exclusividad de los grandes nombres y compran cuanta promesa haya dando vueltas en los países de la periferia europea.
Parece difícil que historias como la del Steaua de los ’80 vuelvan a repetirse hoy. Cada vez más lejos está David de vencer a Goliat y por ahora al negocio les funciona. Habrá que ver qué pasará cuando la gente se canse de ver siempre el mismo final de la película.
- AUTOR
- Horacio Ojeda
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